Un día de noviembre de 2015, un odio ancestral siega las vidas de quienes por delante tenían cientos de vidas. Fue en Bataclan. A cientos y miles de aires diferentes, otras vidas respiraron las muertes que propiciaron estas palabras que serán lo que todos los que murieron nunca podrán decir; el dolor de la solidaridad por ser todos los hombres, ángeles con grandes alas de cadenas: horror a manos llenas.
Elegía en Bataclan.
Para Alberto González
Garrido y cientos más.
Todos los colores, al amanecer,
eran palabras y silencio
de brisas y cantos de hojas en el
bosque de Boulogne: su amanecer.
Los cinco continentes, con sus
desiertos y arenas y dátiles
de cielo y luz y hambres de amor
eran Asta Diakite y Felipe con Nohemí
y sus verdugos de metal, hermanos
de mi sangre, juguetes de la ira
cuando la lluvia y la noche los
hacían juntos y parejos
como tantos, con sus manos
entrelazadas en la vida y los viajes y sueños
sin cristales rotos en su corazón: hasta la muerte, Nick y Bataclan, con nombre de
brasserie y XI Distrito de Paris, eran sombras de alegría y tiempo y
amor,
los escuderos del cansancio y del
mañana sin rencor, la esperanza y sus juveniles servidores
sin la memoria del Hebdo y su
crucifixión.
Fue entonces la muerte y el hombre
y su identidad: la máscara
de la crueldad y sus carnes
vírgenes por alimento principal, la picadura
de retina entre los dientes para
masticar y un aliño de mariposa, el nombre de Alá para digerir
el horror. Nos sabemos así y lo queremos; nos hacemos
de dios y sus profecías con el
fuego de la nada, la consunción vacía
de nombres que son y serán, por ellos, mayúsculas en mi corazón: Djamila Houd y
Michelle
con Guillaume y Mathieu con Thierry
y cientos más,
conmigo vais, mi corazón os lleva cuando soplan vientos de otoño
teñidos de rojo y negro y almas y
angustias blancas por conoceros.
José Fernández.- 2. 015