lunes, 30 de mayo de 2016

Un día de noviembre de 2015, un odio ancestral siega las vidas de quienes por delante tenían cientos de vidas. Fue en Bataclan.  A cientos y miles de aires diferentes, otras vidas respiraron las muertes que propiciaron estas  palabras que serán lo que todos los que murieron nunca podrán decir; el dolor de la solidaridad por ser todos los hombres, ángeles con grandes alas de cadenas: horror a manos llenas.  



Elegía en Bataclan.

                     Para Alberto González Garrido y cientos más.


Todos los colores, al amanecer, eran palabras y silencio
de brisas y cantos de hojas en el bosque de Boulogne: su amanecer.
Los cinco continentes, con sus desiertos y arenas y dátiles
de cielo y luz y hambres de amor eran  Asta Diakite y Felipe con Nohemí
y sus verdugos de metal, hermanos de mi sangre, juguetes de la ira
cuando la lluvia y la noche los hacían juntos y parejos
como tantos, con sus manos entrelazadas en la  vida y los  viajes y sueños
sin cristales rotos en su corazón:  hasta la muerte,  Nick y  Bataclan, con nombre de
brasserie y XI Distrito  de Paris, eran sombras de alegría y tiempo y amor,
los escuderos del cansancio y del mañana sin rencor, la esperanza y sus juveniles servidores
sin la memoria del Hebdo y su crucifixión.

Fue entonces la muerte y el hombre y su identidad: la máscara
de la crueldad y sus carnes vírgenes por alimento principal, la picadura
de retina entre los dientes para masticar y un aliño de mariposa, el nombre de Alá para digerir
el   horror. Nos sabemos así y lo queremos;  nos hacemos
de dios y sus profecías con el fuego de la nada, la consunción vacía
de  nombres que son y serán, por ellos,  mayúsculas en mi corazón: Djamila Houd y Michelle
con Guillaume y Mathieu con Thierry y cientos más,
conmigo vais, mi corazón os lleva cuando soplan vientos de otoño 
teñidos de rojo y negro y almas y   angustias blancas por conoceros.



                                                                           José Fernández.- 2. 015

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