Un
mundo que agoniza.
En el año 1.975 Miguel Delibes lee su discurso
de recepción como académico de la lengua; el titulo del mismo es "Un mundo
que agoniza" que se publicó como libro en el año 1.979. Lo traigo a
colación porque en estos días de tribulación social por la pandemia que nos
acecha como mirada del diablo, nuestro
bagaje cultural de entonces sigue con
las mismas ideas ancladas en la firmeza, el recuerdo y la esperanza. Y sin
visos de cambiar: Miguel Delibes describía agónicamente la relación entre el
hombre y el progreso criticando con vehemencia el triunfo de una técnica ajena a
cualquier tipo de humanismo; y en el desarrollo de una tecnología sin
humanismo, dice, triunfa y medra el más
fuerte, el más rapaz, el menos ético. Y habla de la destrucción masiva de sistemas
ecológicos de forma irracional sin importar en absoluto las voces que se
alzaban contra la actitud del todo vale. En aquellos tiempos no existía el
sintagma "cambio climático" pero se llegó al mismo porque la
naturaleza era un oscuro objeto de deseo que había que explotar hasta las
últimas consecuencias.
Y así todo hasta nuestros días cuando vemos
hasta dónde nos puede llevar esta locura que nos toca el vivir con el virus de
la corona este que es el resultado de una trayectoria, sin duda bien
planificada y perfectamente orquestada desde las cumbres intelectuales
americanas. Basta con leer a Chomsky.
Pero volvamos a M. Delibes: en
aquel tiempo, no habíamos salido de una
guerra fría para, a posteriori, entrar en lo que después se denominó la "paz congelada".
Cuando escribió su discurso Delibes, aún el muro de Berlín era infranqueable para
los luchadores de la libertad y los derechos sociales en los países del Este. Pero
desde su derribo, el día 9 de noviembre de 1.989, aprovecharon la circunstancia
los conservadores y se desató una feroz
revolución conservadora que sigue vigente, vivita y coleando; en sus entrañas
llevaba una ambición sin límites para alimentar un progreso desbocado que puso sus ojos en la
explotación sin fronteras y a sangre y fuego de los recursos naturales . No
suficiente con esto, llegaron los neocons americanos, cuyo credo,
según J. Estefanía, partía del
pensamiento único que identificaba la democracia con el mercado: la solidaridad
es subsidiaria de la eficacia y el ciudadano es un mero recurso humano. Para
ellos, el mercado es el que gobierna y
el gobierno quien administra lo que dice el mercado: es el final de las
ideologías; de nada sirven ya los derechos
del triple ciudadano de Marshall: el civil, el político y el social.
Queda claro en esta nueva aventura que Delibes la predijo con claridad absoluta: se monta una sociedad con apariencia
democrática con el voto como argumento pero cuyo sustrato es una vergüenza: mujeres
rotas y sin recursos, desigualdades sangrantes, el ascensor social dejó de existir para los
más jóvenes... Y para colmo, podemos comprobar el poder "expoliador"
que tiene la democracia, visto lo aprobado por
el Ayto. de Madrid con las viviendas sociales. Lo hicieron aquellos que
también hacen suya la idea de M. Thatcher:" solo es pobre quien quiere
serlo".
No me equivoco, entonces, si vuelvo con M.
Delibes quien profetizó "que eran los tiempos del hombre contra el hombre" sin
escrúpulos para la privatización de la
sanidad o de la educación o de esa tercera edad que tantos sacrificios lleva sobre
sus espaldas para terminar almacenada de
cualquier manera, indefensa y triste, ante una eventualidad como esta del coronavirus.
En fin, que no hay freno para estos defensores del sistema liberal a ultranza con la plus valía como objetivo único y a quienes
había que recordarles que conocemos la fábula del lobo, la zorra cada uno con
sus artimañas para engañar al juez, un Ximio.
Como resumen, es normal que sintamos una
impotencia cuando "las palabras, desde que tenemos memoria, no concuerdan
con los hechos y los problemas se estacan en la pura retórica", afirma el autor vallisotano; que viene a ser la
misma indefensión que traslucen las dichas por
A. González quien habla de
"la ilimitada inutilidad de todas las palabras". Y para que nos enteremos bien, el poeta
mejicano José Emilio Pacheco nos deja bien claro lo que somos en su poema
"Esclavos": "Con el sudor
de los esclavos se ha hecho/y se hace este mundo. Pero nunca sabremos/quién es
el verdadero capataz/ ni qué ruina futura/ estamos ayudando a levantar/con
nuestro grano de arena".
Con estas urdimbres y cincuenta años después
del discurso de Delibes, aquí estamos los españoles en un confinamiento sin
igual y sin un intelectual, que yo sepa, que se comprometa con una reflexión que nos ayude a
buscar un asidero donde se pueda colgar una esperanza. Entre necrófilos y
necrófagos, estamos nosotros con el miedo y la inseguridad quitándonos el
sueño. No es de extrañar, entonces, que pensemos
en el arrepentimiento de nuestros pecados
con miles de propósitos de la enmienda para el día siguiente de este encierro
involuntario y mal aceptado. Para ayudar
a cumplir tantos propósitos de la enmienda, tantas promesas y hasta
juramentos que incluyen el nunca y jamás,
pensamos que es necesaria una
reflexión que de alguna manera ayude a conocernos un poco mejor para saber
hasta dónde pueden llegar el límite de
nuestras fuerzas. Porque todos los que estamos vivos, por suerte, tenemos un nombre propio que nos identifica y
nos diferencia; y "porque estamos en España y porque son uno lo mismo los
memos de tus amantes que el bestia de tu marido", que diría G. de Biedma; y porque tenemos un
poso común que nos hace más iguales de lo que pensamos. Por todo ello, escribiremos a continuación unas cuantas
aproximaciones por si se repite y se nos olvida que "la desaparición de
ecosistemas a gran escala, la eliminación de cientos de miles de especies, la
deforestación acelerada y el comercio globalizado de animales silvestres(muchos
para el consumo humano) han sido señalados como motores de la multiplicación de
estas infecciones entre la población":EL diario.es del 13-IV-020.
Sin ser un exégeta y para examinarnos con más
rigor, abriremos una puerta hacia nuestro interior y que entre la luz necesaria
para describir nuestros pecadillos como seres sociales y gregarios que somos. En
primer lugar, si escribimos que el sentimiento del odio corroe el alma de los
españoles, no resultara chocante porque estamos enfermos de odio, de división y
de confrontación y nadie lo dice salvo algún poeta como M. Vilas. Es un odio teológico
y maniqueo el nuestro, que nos divide en
buenos y malos como si fuese una categoría social, igual que en los peores
tiempos del franquismo. El nuestro es odio africano, profundamente arraigado en
el alma y que pasa de generación en generación hasta llegar a nuestros días.
Como en Sicilia pero a la española. Este
pecadillo del odio a la española emana tanto del mundo de la política como de
la profunda y agobiante crisis económica que nos devora hasta los huesos; como
pueblo viejo que somos, viejísimo, nos odiamos tiernamente y admiramos
bastante más a un francés o un alemán que al vecino del
quinto que todos los días nos enseña su rostro crucificado; es una admiración estúpida pero real. Y que nos
debilita enormemente como corpus social que somos. Y digan lo que digan, los españoles no nos caemos bien pese a los
efusivos besos que se reparten como agua bendita; además andamos en permanente cabreo porque nos matamos
a trabajar y no prosperamos. por ejemplo;
nuestro trabajo sirve únicamente para enriquecer a una minoría y para
profundizar cada vez más en lacerantes desigualdades sociales que impiden a
nuestros hijos tener más posibilidades económicas, políticas, culturales y
educativas que tuvieron sus padres ;
nadie en este país, salvo ministros y banqueros, está contento. Ni los obispos
que andan por libre, faltaría más. Porque si al menos fuésemos hombres prósperos, nos
tendríamos en más estima. Con otras palabras de M. Vilas: "si ganáramos más dinero en nuestro
trabajo y fuésemos un poco más ricos y si tuviéramos mejores casas, buenos coches, mejores maridos y mejores esposas,
mejores hospitales y mejores universidades, nos querríamos más. Prosperamos
poco", escribe con rotundidad.
Tampoco está mal como propósito de la enmienda,
si lo cumpliéramos, recuperar algo tan
viejo como las responsabilidades personales pues cada vez nos echamos más
encima de las instituciones y delegamos obligaciones propias. Cuando sabemos
que por simple apetencia de dominio, se despoja al ciudadano del deseo de
participar en la organización de la comunidad. Dicho con palabras la poetisa
Blanca Llun Vidal: "escribo en la lengua con la que se tuerce la ley y con
la que ahora se enjaula la democracia en España". Y si ahora digo que "el
pueblo llano está enamorado de la estupidez" echaremos más leña al fuego
pero es así de real y triste. ¿Le damos la razón o no a los poetas que son "los pararrayos de
la humanidad?
Porque, con la mano en el corazón, ¿ a quien
importa saber cuál es el grado degeneración moral, inenarrable, de las
administraciones públicas en este pobre país ? Es el más corrupto de Europa y
donde la capacidad y el mérito brillan por su ausencia. Y si las
administraciones públicas son la cara de España, ¿ qué rostro le ponemos a esta
administración si está igual o peor que en el siglo XIX y el vuelva Vd. mañana?.
Y pensar que cuando llegó la democracia creíamos, como biempensantes que somos, que esta nueva etapa de la vida política española iba a terminar
con esta lacra y sin embargo casi todos los gobiernos cayeron por corruptos.
¡Manda webos!
Si pasamos ahora a reflexionar sobre los
principios éticos y las actitudes que rigen nuestras relaciones sociales, y
después de releer el libro de A. Valcárcel que se titula "Ensayos sobre el
bien y el mal", uno se pregunta en quién pensaría esta insigne filosofa a
la hora de describir con tanta perfección la
hipocresía y el cinismo. No es un discurso a los alemanes, desde luego, aunque
lo dicho también les vendría bien. Pero como hablamos de nosotros veamos el
calado social y psicológico que tiene la hipocresía en nuestra sociedad. Para empezar, diríamos que si la envidia es
uno de nuestros pecados capitales (nunca se oirá a un español hablar bien de
otro español, dígase lo que se quiera a este aserto), sin embargo la hipocresía
ya para el Arcipreste de Hita estaba entre esos mismos pecados. Decía que
"los hipócritas fingen moralidad en vez de esforzarse por tenerla".
Por eso en una sociedad que finge sin denuedo, ni la amistad, ni la lealtad, ni
la fidelidad tienen cabida en sus principios si es que alguno queda, supongamos
que sí. Porque quien opta por el fingimiento no lo hace "tanto por
librarse de un mal como por obtener torcidamente una ventaja pues aquel al que
odia no debe enterarse, aquel a quien persigue debe creerle un amigo, quien
quiere destruir debe tener en él la mayor confianza para que sus fines se
puedan llevar a cabo". Y para conseguirlo opta por el disfraz que sea más
conveniente, sigue su intención y escoge víctima. Y para no descubrirse, opta
siempre por temas de conversación tan socorridos como el tiempo o las artes,
según el ambiente. Aunque lo que realmente le interesa al hipócrita, y lo
oculta con suma maestría, es el dinero y
el poder, entre otros. Lo estamos viendo con los partidos políticos y
sindicatos o en todos los círculos sociales donde haya algo que repartir, desde
la comunidad más pequeña hasta las más altas instituciones. Como vulgarmente se
dice, no hay número tres que no quiera ser número dos, y numero dos que no
quiera ser el uno, aunque sea un cabestro. Si a esto añadimos que para los
puestos responsables no existen la capacidad y el mérito pues calculen las
consecuencias de quiénes se rodean quienes solo gustan del aroma que sale
de botafumeiro. Vale más no lo pensar.
Y con estas llegamos al final a sabiendas de
que si decidimos superar las consecuencias de estos pecadillos, en el tiempo tendremos
una sociedad más fuerte, más consciente
y menos manipulable. Si de nuestro arrepentimiento por esa relación de
pecadillos decidimos odiarnos un poco menos, querernos un poco más y ser
generosos sin límite de palabras, algún día las generaciones futuras tendrán
muestras afecto entre ellas que no supongan un cuchillo en la espalda del
vecino, del amigo o del conocido.
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