Lenguaje: "lo que aprendí viviendo"
Con el lenguaje, esa capacidad inherente al ser humano,
nos comunicamos en sociedad por medio de la palabra como recurso principal. Y
tiene una característica, entre tantas,
que lo diferencia del animal: por
medio del mismo, como escribe J. Semprún,
podemos transmitir hasta lo más impensable que puede dar de sí nuestra
condición de hombres. Los mayores horrores
de lesa humanidad que podamos imaginar
tienen sus propias palabras como las tienen las virtudes que nos
sirven para gozar del sosiego al que aspiramos todos en nuestro periplo vital.
Por eso, saber poner palabras a nuestra
vida es fundamental para dar
respuestas a tantos interrogantes que
pueden agobiar nuestra existencia. Y como la vida, bien que lo sabemos, es de
todo menos fácil, necesitamos de recursos propios y ajenos que nos ayuden a
encontrar las palabras para respetar la ley moral que llevamos dentro de
nosotros, como diría Kant; para cumplir este objetivo, nada mejor que pensar porque pensar nos sirve para vencer
los bajos instintos que posee el ser humano por naturaleza propia; pensar es
reflexionar y contrastar para diferenciar lo justo de lo injusto, por ejemplo. Lo que no se puede hacer es obedecer ciegamente a los trileros de la palabra, cualquiera sea
su condición, políticos o influencer. Por eso, cuando tenemos tiempo para
nosotros mismos y buscamos respuestas, es imprescindible tener unas palabras,
no muchas, que alimenten nuestra fuerza
vital, para seguir "inasequibles al desaliento", como diría alguien. Es ahora, después de lo
dicho, cuando hacemos nuestras aquellas palabras que escribió L. Roosevelt como
lema: "Nadie me hará sentirme inferior sin mi consentimiento". Y no es poco lo que implica esta afirmación como lema vital; L. Roosevelt,
con suma sencillez, viene a decirnos que para la vida hacen falta unos principios éticos que,
traducidos en palabras, no muchas, nos sostendrán
en los momentos de aflicción, sobre todo. Y nosotros estamos convencidos de que
no pueden ser más de tres, y sobran,
para responder a la complejidad que supone la convivencia en uno mismo del
corazón y la razón. La primera que proponemos es "concordia", que resume el contenidos de estos versos del bilbaíno
Blas de Otero, en esta oración- súplica que cierra el poema "Hija de Yago":
Madre y maestra mía,
triste, espaciosa España,
he aquí a tu hijo. Úngenos, madre. Haz
habitable tu ámbito. Respirable tu extraña
paz. Para el hombre, Paz. Para el aire, madre, paz
Sirva de comentario para justificar nuestra propuesta la
actualidad de las palabras de Machado sobre los españoles y que nos llevan a los trileros que hacen
política en el actual parlamento de papel. Hay que saber, como españoles, dice el poeta, que "de diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Nunca extrañéis que un
bruto se descuerne luchando por la idea".
Y seguimos con nuestras
palabras, a título personal. Muy importante como seña de identidad propia, es la autoestima que supone, en primer
lugar, el querernos con suma bondad a nosotros mismos. Y que es la atalaya
desde la que observamos a quienes nos rodean como a nosotros mismos. La autoestima, en definitiva, es centinela que pone orden, por las
consecuencias que se puedan derivar, entre la razón y el corazón, como fuerzas motrices
de nuestro sinvivir.
En definitiva y para
cerrar esta propuesta que hace de
nuestra vida una memoria vacía de
olvidos, la palabra fidelidad es muy útil
para saber esperar y básica contra
la ansiedad. Además tiene como eje principal la voluntad, importante para poder
elegir los objetivos que nos marcamos, y que sirven para definirnos como
persona. "Somos los objetivos que nos marcamos", escribe el
colombiano Faciolinde en la novela "El olvido que seremos". Y como es
normal, para vivir en sociedad, la fidelidad tiene como base la confianza en
nosotros mismos y contra la mentira, que en estos tiempos, es una de las mayores lacras que más degradan
la condición humana.
Y con esta digresión sobre
el camino a seguir y los recursos correspondientes
para lograr estabilidad espiritual, sin duda
alguna que será más fácil tropezar con la felicidad oculta en la
pequeñas cosas; con perdón, atrévete a
buscar tus propias palabras y escríbelas para usarlas en momentos de aflicción. Mi sugerencia es que
no pasen de tres y que siempre las
recuerdes queriéndote bondadosamente.