miércoles, 7 de septiembre de 2016

En un país donde la vida es apariencia y mixturas cínicas de sentimientos, el tanatorio es el   sitio ideal para el ejercicio de la hipocresía porque el finado no tiene mi nombre,  y por los intereses espurios que hay siempre detrás de una esquela.  


En el tanatorio


Aquí es la vida. Salvo las flores, que adolecen  de plástico
y de necrofilia, hasta la envidia tiene su hueco en  este desfile
de pantalón y chaqueta  simulados. Ósculos  teñidos
de colores y disentería  marcan los ritmos de las traiciones
y la hipocresía, las miradas no existen y todos los caminos
son lagrimones que riegan el silencio. Las manos son
las tenazas del dolor, y los clavos en rojo  del recuerdo
sujetan el odio con la palabra entre dientes y sus imperceptibles
sonidos de grajos en celo de mezquindad. La distancia es
avaricia que  muere según su peso en oro y sangre
en los cristales  por  la inquina de la sospecha, alma
sin fundamento y de corazón pétreo, ardua y difícil.
Con el hábito de la compasión, transitamos y  hacemos
vida con el disfraz del consuelo y la condolencia
para reciclar los  detritus que saltan de los poros
al circo y la simulación cuando sabemos que fue otro
quien alimenta la inmortalidad sin nombre
que espera en frío  para ser mortal y rosa y mañana.
 En el tanatorio, el sueño  es tránsito retenido, una pausa
y la seguridad de volver para empezar un  poema  lleno
de tiempo y los doscientos fonemas de una sonrisa.  






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