Somos los hijos de este sustantivo, sin duda. Basta pararse un poco y pensar en el hambre que la vida tiene de nosotros.
Voracidad.
Es silencio por insaciable y famélica por instinto; es fuego por
necesidad;
la hija indómita contra su ferocidad,
del amor; el truco de la
vida para hacer
del río el cauce soñado sin fuente
ni brisas que oreen su porvenir.
Imperceptible como alma sin palabras,
serpentina
cual
viento que succiona el aire para agitar sus pensamientos
y las esencias; corriente de frescura,
ligerísima, sin volumen, que hace niebla
de las formas y de las señas de
identidad. Contra la fuerza y la resistencia,
inconscientes, nos sabemos desconocidos
y frutos de la voracidad.
Sin tregua, nos mece y cosquillea;
nos reímos sin saber quien,
de la mar, es
arena y su esperanza, la ola: dos semitonos
para una corchea. Ya lo sabes; te afanas y ya ves donde queda
la finitud de tu nombre: en una sensación sin tiempo, efímera, de la
nada.
Y si ramoneas donde sabes que habita el olvido, no cejes aunque
seas luz de mis
sombras en el amanecer: aprenderás que la vida
es un bocado entre amarillo y dulce de la infeliz manía de vivir.
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