Una reflexión sobre la condición humana y sus comportamientos en espacios llenos de humanidad, sirve para penetrar con más facilidad en los sinuosos senderos que cruzan el alma. En este caso, es en el tanatorio donde esperamos que otros sean mortales para confirmar nuestra inmortalidad.
En el tanatorio
Aquí
es la vida. Salvo las flores, que adolecen
de plástico
y de
necrofilia, hasta la envidia tiene su hueco en
este desfile
de pantalón
y chaqueta simulados. Ósculos teñidos
de
colores y disentería marcan los ritmos
de las traiciones
y la
hipocresía, las miradas no existen y todos los caminos
son
lagrimones que riegan el silencio. Las manos son
las
tenazas del dolor, y los clavos en rojo del recuerdo
sujetan
el odio con la palabra entre dientes y sus imperceptibles
sonidos
de grajos en celo de mezquindad. La distancia es
avaricia
que muere según su peso en oro y sangre
en
los cristales por la inquina de la sospecha, alma
sin
fundamento y de corazón pétreo, ardua y difícil.
Con
el hábito de la compasión, transitamos y
hacemos
vida
con el disfraz del consuelo y la condolencia
para
reciclar los detritus que saltan de los
poros
al
circo y la simulación cuando sabemos que fue otro
quien
alimenta la inmortalidad sin nombre
que
espera en frío para ser mortal y rosa y
mañana.
En el tanatorio, el sueño es tránsito retenido, una pausa
y la
seguridad de volver para empezar un
poema lleno
de
tiempo y los doscientos fonemas de una sonrisa.
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