Donde habite el olvido// en los vastos jardines sin aurora ...
Esa lacerante herida.
Todos tenemos paisajes que marcan
nuestra infancia y la definen; hay quienes tienen en su alma las marcas propias del ámbito
rural: sus colores, les caleyes, sus caminos
con los senderos que sirven de atayos para llegar a casa antes
de oscurecer. Otros, por el contrario,
más hijos del asfalto, llevan en su alma nombres de calles y plazas. Sin embargo, entre ambos hay un punto de encuentro que es
el cultivo de la inteligencia. La misma que nos sirve para añadir años a la
vida o la que nos ayuda a poner vida a los años mediante la educación y la
cultura, únicos para diferenciar clases
sociales. Sea como sea, si por avatares
nuestras vidas son en espacios distintos
a los de nuestra infancia, siempre hay un regreso. Sobre el último a la tierra
mía, donde el mundo tiene nombres que balbucearon hace cientos de años quienes se
asentaron en ellas, encontramos propiedades que cambiaron de dueño. Observamos
que los matorrales cercan a los pueblos y que los accesos a las fincas mejoraron
tanto que los tractores llegan donde
nuestros abuelos apenas se sostenían con les madreñes. También podemos decir que
percibimos un despoblamiento dramático
aunque suavizadas las consecuencias por
la abundante maquinaria agrícola que no impide, por otra parte, que nuestras aldeas sean el moridero de hombres al que se refiere G.Márquez; y con otra característica: hay
tantos árboles que los pájaros, al amanecer, son como un
impertinente despertador. Es decir, todo muy idílico hasta que, en carretera
hacia una casería, nos encontramos con esa lacerante herida, ya convertida por el tiempo en lacra ponzoñosa, que son las ruinas de
aquellas minas que tantos beneficios, sin responsabilidades, generaron a sus
dueños; y que después de la feroz explotación,
por cuestiones de mercado, abandonaron todo, incluidos los residuos
minerales que todavía siguen vivitos y coleando pese a los setenta años
transcurridos, sin importar a nadie que el profesor G. Claverol escriba un
libro y artículos, en la actualidad, sobre las consecuencias de los mismos; aquí nadie se da por enterado para curar esta
herida medioambiental, con categoría de
lacra: los responsables aplican la
formula común a cualquier problema que
tengan entre manos; la que tiene como
base, el olvido. Y como el tiempo pasa y retorna siempre con falsas promesas,
con el libro en la mano que se titula Primavera silenciosa de Rachel
Carson, propongo, a mis acompañantes, declarar, previa
publicación en el BOPA, los terrenos de la Soterraña como Monumento Regional contra la ineficacia
y la indolencia de los políticos que
durante setenta años no ejercieron sus responsabilidades. Si leyeran este libro
que en tiempo les regalaremos, sabrían
bastante de la relación del arsénico con el cáncer y con las aguas residuales; es más, talmente parece
que sus diecisiete capítulos tienen como campo de trabajo esta lacra que nadie
se preocupa de curar. Porque, entre
tantas ocurrencias como tienen, ni siquiera
piensan en reforestar los
alrededores para que los pájaros vuelvan a cantar. Desconocen, tal vez, que lo mismo que en los alrededores de los
campos de exterminio nazi no había pájaros, según cuenta Semprún, aquí tampoco pero sin judíos.
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