martes, 4 de abril de 2017

 La  esclavitud de ayer como  la de hoy, se resume en la palabra  escombrera. Tan de actualidad  la digital como la de antaño,  la del      carbón.  


La escombrera.



Vertedero. Al final, lo de siempre: las viejas letrinas
donde vomita  la avaricia, son escupideras
de la técnica, ávidos  fantasmas que  delimitan,
 del  pasado, las  piedras del sudor, áridos de la sangre
 y  el relleno del dolor. Todo sin nombre y  nada del ayer. 
Un color de pesadilla pierde el recuerdo en la savia
 del olvido. Indiferencia y sangría que nunca llegaron
del saco sin fondo que fueron sus minas:
en el arranque, en el túnel sin tiempo, aquellos pulmones,
con  aroma de  silicosis, eran la   vida  de  un sonido,
la escaramuza del infierno. En las tinieblas, los abrazos
gritaban   la muerte, el terror y el millón de quejas
que alienta el silencio: la mano extendida que  ofrecía,
a cambio del luto, restos de soledad y de miseria.

Para nada: escriben la historia en la tinta del agua
cuando te destripan: ni les importa ni quitan el polvo
siquiera. Como entonces y siempre, aptos para la carroña,
les interesa la tierra vestida de blanco, la que rezuma
la leche negra que alimenta el color del oro, el poder
del fuego en  las sombras de una esperanza.

Ni dignidad ni memoria de estos bastardos: serán ceniza
y residuo del mañana, ojos sin niños y  palabras sin alma.

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