La esclavitud de ayer como la de hoy, se resume en la palabra escombrera. Tan de actualidad la digital como la de antaño, la del carbón.
La escombrera.
Vertedero. Al
final, lo de siempre: las viejas letrinas
donde vomita la avaricia, son escupideras
de la técnica,
ávidos fantasmas que delimitan,
del
pasado, las piedras del sudor,
áridos de la sangre
y el
relleno del dolor. Todo sin nombre y
nada del ayer.
Un color de
pesadilla pierde el recuerdo en la savia
del olvido. Indiferencia y sangría que nunca
llegaron
del saco sin fondo
que fueron sus minas:
en el arranque, en
el túnel sin tiempo, aquellos pulmones,
con aroma de
silicosis, eran la vida de un
sonido,
la escaramuza del
infierno. En las tinieblas, los abrazos
gritaban la muerte, el terror y el millón de quejas
que alienta el
silencio: la mano extendida que ofrecía,
a cambio del luto,
restos de soledad y de miseria.
Para nada:
escriben la historia en la tinta del agua
cuando te
destripan: ni les importa ni quitan el polvo
siquiera. Como
entonces y siempre, aptos para la carroña,
les interesa la
tierra vestida de blanco, la que rezuma
la leche negra que
alimenta el color del oro, el poder
del fuego en las sombras de una esperanza.
Ni dignidad ni
memoria de estos bastardos: serán ceniza
y residuo del
mañana, ojos sin niños y palabras sin
alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario