PIEDRAS
MARCADAS
Había
preparado bien los fundamentos del reportaje. Había consultado las fuentes
todas que hacían alguna referencia al encierro de Barredo: discursos,
reseñas, hemerotecas. Pensaba, mientras lo hacía, que de ninguna manera la
demagogia teñiría ni total ni parcialmente las ideas que manejaba para el
trabajo que preparaba. Y cuando corría el riesgo de una desviación o para
descansar, se sumergía en el espíritu de África de la mano del escritor
que le ayudaría a descubrir el continente desde otro punto de vista, Ébano.
Fue entonces cuando, de repente, encontró
la fórmula para redactar el informe, tan sencilla como el estilo
de Kapuscinski quien escribe que África no es un continente. África es pueblos, tribus, clanes, aldeas, ritos,
violencia y enfermedad. ¡África no existe! Justo la idea que
necesitaba para empezar el trabajo: nada de nombres que puedan mascullar
despecho, farfullar argumentos o
atizar venganzas. Es la idea que
necesitaba para entrar de lleno en la
ciudad- protagonista de su reportaje, sin molestar. La ciudad cuya historia
quería sacar de las garras del olvido, la ciudad cuya principal peripecia, en
estos años, fue contar los dineros sin rastro que llegaron cual maná en el
desierto para los hambrientos de pan: aquellos ojos en el negro del carbón en
el rostro, lámparas. Las manos que ayudan a los partos de los montes en
el cuerpo de la mina, expertas, ágiles y minuciosas. Almas cruzadas por las vetas todas que el miedo y un futuro terror, la
inseguridad, provocan en las simas del
pensamiento: como las del carbón tras las que aúllan la ambición y la avaricia
sin compasión.
Fue entonces
un remolino, alma del tornado que provocó nuevos destinos, diferentes
tormentas, muchas miserias, y apuntes geográficos donde las biografías de
antaño quedaron desdibujadas en las cuantías del oro, prejubilaciones.
Fue entonces una ciudad diferente, llena de nombres sin gente, llena de
actitudes y muestras de ostentación. Una ciudad que perdía lenta e
inexorablemente, sin prisa y sin pausa, las letras de su nombre por el óxido
del euro que el tiempo manda para corroer los pilares que eran el sustento de su futuro. Desde entonces el
mañana es un congelado de esperanzas que
provoca, seguro, aires mortecinos en las
fachadas de siempre. Por aquellos
cíclopes de la libertad, salen ahora a la calle manos de manicura que
arranca de los dedos los colmillos del carbón; kilómetros de músculos tersos,
brillantes, a lomos de la más alta tecnología del ciclismo, ropas y bicicleta.
Cuerpos aromatizados del macho en la ciudad, amante del ejercicio que borra la
memoria del aire de la sílice asesina. Pobre ciudad, desarmada por la
estupidez cuando todas las razas de perros de raza son mensajes de status y delicadeza con alma de hipocresía. Pobre
ciudad cuyo blanco de peatón lleva el
traje de la altanería en sus ojos contra la deferencia: - Ya sé que puedo
pasar. Dicen y, desafiantes, cruzan.
También
recogeré, en recuadro, un producto social
tópico de su ambiente. Producto colateral de la circunstancia,
imposible dejar fuera las soflamas incendiarias, cual nueva Sodoma, de aquel
falangistón, culto y excéntrico, contra los nuevos ricos, vecinos de sus
carencias en tiempos de tragedia: bien quisto, sus dicterios en los templos de
la gula, las sidrerías y sus centollos, eran la comidilla entre quienes
participaban en la degustación de las exquisiteces del mar. Aunque no lo
entendían porque nunca lo escuchaban. Nunca lo entendían porque el griterío, en
el templo, ahogaba sus palabras. ¿Que
nuestras jubilaciones nos hace gentiles, educados y pulcros? –Pues
claro. Decía el de la esquina con un trozo de langosta en la mano. ¿Qué son la
piedra de toque de toda amistad? Sin duda, jajajajajajajaja: todos los fines de
semana nos juntamos la peña para
degustar un cordero a la estaca. ¡Qué mejor pues también dice que el oro es el
padre del pan! Además es fuente de vida, que hace jóvenes y bellos a los que
se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de
sus raudales. “ Así que posiblemente sea la envidia o la mezquindad el
móvil de tus críticas”. Escucha alguna vez del socarrón de turno, seguro
de que su pensión llega, puntual, el día trece del mes siguiente.
Y el
falagistón, harto de los futuros caídos en España por la gota y el
colesterol, busca, con los luceros del amanecer, el cobijo en su
alma que encuentra consuelo en sus
reflexiones cuando descansa del
peregrinar en el raido butacón de su cuartelera habitación. Se siente
poeta de los laberintos insondables. Y como ellos, en las vetas de su
sensible corazón, también se siente con boca de caballo porque presiente un
destino, el suyo, ligado a la nada
de su ideología trasnochada! Y admira en
el silencio de la noche, ¡envidia sana!,
a los poetas que presienten una muerte temprana. Como el poeta
inglés Keith Douglas, el preferido,
muerto a los 24 años durante la IIª guerra mundial, en un pueblecito francés.
Y el poeta lo sabía. Sabía que una bala segaría su vida. La misma que mato a Lorca y lo sabía ¡Bárbaros! Por cierto, del Keit me gusta cómo describe, con elegancia suma, la educación y
valores del conservador comandante de su regimiento. Aunque lo compara con un elefante en una cacharrería, por sus
formas, carente de tacto en absoluto y sin imaginación alguna. Más que nadie, escribe, este comandante tenía la
virtud de sacar de quicio en el menor tiempo posible a todo un regimiento. Sin
embargo, ni un ápice de acidez en las palabras del poeta. Y el falangistón
piensa con cierta ironía en estos pobres
hombres, ricos desclasados a los cuarenta años de vida y pocos de trabajo,
cuyas vocingleras conversaciones son el interminable discurso del hablar sin
decir: para ellos, el día se mide en los kilómetros de la bicicleta o los
planes para vacionar en Roquetas de Mar, con la temperatura del agua como idea
única para escoger el bañador. Y como el comandante inglés, pero sin saber
estar, tienen aversión a la conversación intelectual, la música y la pintura. Y
al contrario que el comandante inglés, nunca sabrán poner una palabra para describir cómo se maneja un hacha o se dispara un rifle. Ni
para hablar del tiempo de las cosechas o
de la sangre de sus ganaderías. Por
descontado, si en el comandante inglés son temas que sacan a la luz su
amor por la campiña inglesa, en estos nuevos ricos estorba su afición por
justificar el despilfarro con la displicencia
como argumento para su nuevo status social. Pero una vez más,
cansado, el falangistón arrulla sus pensamientos con el silencio y la
tristeza por el rechazo que siente y la incomprensión manifiesta.
Y entonces
deja paso a la autora del reportaje quien recopila y transcribe los datos sacados del estudio
sociológico sobre el tema, de reciente publicación; sabiendo que hoy, en el 2014, la sensibilidad ya es otra,
rehuirá la tentación de lo fácil, sin embargo, por el respeto que le merecen
los de entonces, los otros mineros. Aquellos. Tal vez por la cuna que la
meció, y que tenía como juguete la
angustia del grisú. Tal vez porque el carbón tiñó de negro las canas de la
familia… El caso es que el tono no es el habitual, cuando Laura habla de los mineros que fueron
vecinos. Y la crítica acerba como
sustancia, no ha lugar pues la autora pertenece a otro momento de la
historia de este país: cuando camarera para pagar sus estudios, el esfuerzo era
el motor de su vida, y la información, en un pueblo de provincia y periférico,
era el gusano que la devoraba cuando recortaba los artículos de opinión de los
suplementos en la cafetería donde doblegaba el cansancio con la necesidad de
trabajar: el camino fue abrupto , y el esfuerzo ingente para conseguir los
objetivos marcados. Hacer bien la tarea encomendada buscando siempre la
calidad.
No son de
extrañar, entonces, las fuentes que usa como referencia,- Quevedo, Rubén
Darío-, y ¡oh sorpresa! Michel Qoist con su Oración por un billete de mil
pesetas:
Me asusta, me
da miedo
Porque tiene
muertos sobre la conciencia.
Todos los
desgraciados que se suicidaron a destajo
Buscándolo,
Para
hacérselo suyo, poseerlo unas horas,
Sacarle unas
migajas de placer, de alegría, de vida.
Muy
apropiado, por cierto, para la descripción del mundo de los suyos, otrora, con el carbón en
la sangre. El texto era el filón que le permitía encontrar la veta con
nombres en los ojos que poblaban los recuerdos de su infancia, alma de tantas sombras como allí
estaban igual que piedras marcadas por
la tragedia de una explosión.
Por eso
divagaba con sus escritos de notas en la noche cuando, acompañada de Luci,
buscaba contenidos que susurrasen su sentir con aquellos que a estas horas
arramblaban los sueños a la esperanza: volver después de entrar en el pozo,
sabiendo que, sin tiempo, desde siempre, había mucha muerte detrás de
tanta riqueza: boina raída, traje azul-marino, zapatos de planta interminable,
bombachos; prole numerosa por el
ansia de vivir y del momento, la mina era el alma de su vida, la madre de los
pequeños placeres, escribía con rapidez para que nada fuese
escritura en el agua, camino del olvido. Entendía ahora el afán suyo por estar
siempre quietos, frente al sol, en reposo el alma y el cuerpo como el bien
impagable que era no estar en la extracción del carbón, sin memoria del
peligro: espacio de vida para otra vida que no fuese la sombra y el silencio de
la galería. Entendía también que el vino, aire de la alegría, alimentase
la efervescencia de la palabra recia y el espíritu. Y entendía que su principal
misión era la procreación sin pausa, el trabajo, el libramiento y la soledad:
nadie entraba en los recovecos del miedo que le atenazaba sin sentirlo.
Entendía, sí, la razón de los instantes
y el momento, sístole y diástole de su sin vivir. ¿Quién pone puertas al pulmón
que el odio de la sílice corroe? Y ella anota en su cuaderno que un impulso del
corazón es lágrima en sus ojos.
Lía un pitillo-afición escondida- para respirar hondo y sigue para
recordar la razón de ser allí, ellos, carne de yugo, uncidos al olvido y a la
desesperanza. ¡Mal fario su vivir! Anotación.
Y así un día,
las noches y otro día: Aquí se vive como se puede, se mantiene
malamente la esperanza, nadie sabe de qué, son las reflexiones de
aquel martes de lluvia, escritas en el pórtico de la capilla. Que
tiene su espadaña y la campana en cumplimiento de una promesa en la
guerra. Y un santo protector - ninguno mejor que San Antonio de Padua-;
elementos de construcción sin lujos, y paredes blancas sin referencia escrita
alguna, como todas las ermitas del ámbito rural, tiene vocación de capilla, y
la cumple feliz: es cáliz, cual sangre vecinal, de las esposas, hijas,
viudas o madres que la habitan. Es el espejo que recoge sus almas asustadas,
llenas de inquina contra la impotencia y el sufrir. Es un concepto. Sus
cimientos están en el aire que entra en las cocinas de la necesidad, son los
brazos de la firmeza que se necesita para olvidar que la tierra que los
persigue los hará suyos para siempre. Sobrevuela el círculo de la convivencia
como símbolo de unidad, cual vértice de Muñón.
Es San
Antonio quien saca en volandas, a la procesión, la identidad de la familia,
ejemplos, cada una, de la lucha por la supervivencia, noria que gira alrededor
de un mandil. Con la cocina cual patio de armas, la limpieza y la división en
días del montante del jornal, la madre es el recurso para sostener el
erario familiar: parto de los montes su permanente vivir, sabe que algún día
las viejas plañideras la harán dueña única de los trabajos y los días, en soledad,
en tálamo del dolor. Será entonces su vida milicia contra la malicia, sombra
torva del hambre de pan, las múltiples vidas de sus entrañas son el cielo
de sus recuerdos, las nubes que fertilizan sus palabras, los colores para las formas de sus pensamientos. Destino el suyo oculto en el sembrado más
allá de la ería, escrito en la línea del horizonte. Apunte de un atardecer.
Y para
cerrar, en la búsqueda del verde que tiene su punto y su luz y aire propios, un
apunte geográfico para ubicar a tantos con un nombre colectivo: un mapa para el
corazón de este cuerpo cuya sangre es la propiedad: las marcas con sus árboles
cual merlones de la ambición, el mojón que habla de la línea de la mezquindad,
los avatares de la fortuna en los registros de la propiedad. Señas de identidad
para almas gemelas que beben los chorros del arcano que sale donde no hay
nada que esperar. Nada porque más allá del tacto todo es búsquedas y disculpas
y argumentos para romper el silencio, frente al sol, sin amanecer, todos en la
plaza que es ágora de las manos que
siempre hilvanan los trapinos del
ayer.
Fueron
aquellos con boina, lámpara de mecha y picachón los que abrieron las
puertas del consumo a estos voraces depredadores de ahora que las
cerraron a los siguientes, sin remedio, a cal y canto para siempre.
Es la
diferencia.
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