V E N T I S C A:
todos quieren estar.
Y Dios dirá que
está siempre callado. M. Hernández.
En rotación como las
ventiscas de tus palabras, un variado ejército
me picotea el alma como si
fuese la aurora. Picotean los recuerdos
como si fuesen estrellas que quitan los calcetines a los nombres
que fueron y que me
acechan para quedarse, por siempre,
en las aristas de la casa
donde el cobijo es la memoria. Lo saben y
retornan y hacen malabares
con mi soledad y el silencio
para que los recobre y haga
presencia donde fueron y quieren estar:
y ellos lo saben también: los
álamos de La Huerta, donde
los cuervos otean la lluvias y las venticas
que abren la primavera;
esos álamos llevan el nombre
en las hojas del tíu Pachu
quien sabía del retén de sus raíces contra el afán
de la tierra
por buscar los
horizontes allí donde sí
los hubiera.
Los mismos que busca Frutos
entre la hiedra que los abarca
como se abrazan el fuego y el
grisú que beben
sólo la sangre minera. Allí quedaste y se fueron al
traste
del tiempo y con
las manos vacías las esquinas que labraste
para confiar, ay, la vida de los retoños que llegan.
Pero todos quieren estar:
estridente, el mirlo, con sus gritos,
sin picar llama a la puerta y
se ríe de los gatos a los que llama
mininos y no lo entienden. Y
la perra de Ramón corre como loca
si la llamo con un trozo de
pan, y me dice que la lleve
a ver a las vacas para salir
de las penas que pesan como las piedras
que son rateras del hórreo. Y
cuando encubro y me pierdo
en el murmullo del agua que
me regala La Fuente, llega Mor
con su mirada y la vejez
apoyada en el destino
lleno de tantas fatigas como
años y risas tiene la pena.
A partir de entonces y sin
presente, son minúsculos los nombres
de los que hacen, sin
forma, el camín de La Caleya:
un laurel y los bistechos son refugio, color y sombra,
nostalgia de aquellos tiempos que fueron.
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