La limpieza del alma sólo es posible cuando se hace con las palabras, y se ponen las justas y las necesarias, sin disfraces. Un ejemplo de esa cobardía social es la mistificación de la aldea.
LA ALDEA
Un lugar atrapado en un
pasado primitivo
G.Sand sobre
Mallorca
Al despertar,
la niebla envuelve los pensamientos del amanecer.
Los hace húmedos y
desvaídos, cual pulpa de limón sin zumo,
para el desecho, mientras
las pegas y sus conmilitones son milicia
organizada en
chopos y acacias o fresnos, en batalla permanente
y con la música
monocorde de siempre, marcial y rutinaria.
Son preámbulos
o los cornetines cual piquetas que
disipan
las sombras que
hicieron el silencio o las iras, por las
sospechas
de quienes aúllan
por la presencia de los siete pecados
capitales. Son
ellos quienes visten, de rutina, las almas de la vecindad
con los trajes a medida para su corazón. Sin embargo, por la
envidia,
ninguno, por
caridad, lleva el chaleco de la tolerancia; por el contrario,
a la hora de almorzar,
los silabeos cortan en la lujuria del pan
todo el rencor que
asfixia la limpieza de las miradas. Allí, todo
tranquilidad, ni
la brisa orea las ventanas de la paz. Es todo Fargo
por la miseria y
el vicio de amontonar; y en cada esquina,
una mota
de sospecha para
la sanguijuela que llevamos dentro y
vive
de las palabras
que roban a las vecinas las vocales de su niñez.
Inexorablemente y
desde siempre, la quietud ahoga la
fantasía, la poca
y triste capacidad de ver con el periscopio
mundos de azul y
regueros de libertad: no existe. Tampoco la necesitan.
Esclavos del
mediodía, su afán es el esfuerzo ingente y los sudores
que el hambre
encama en los pliegues de su amor. Y únicamente
la tierra es
consuelo porque retiene el tiempo como una maldición.
Aunque se repitan
nombres que son túmulos de papel,
herencias y
ansias de
toponimia donde larga vida tenga el
sudor.
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